Muchas veces converso con amigos que –preocupados- me cuentan que sus hijos le han manifestado su decisión de seguir la carrera de actuación. En la mayoría persiste un gran prejuicio hacia la actuación: los actores son unos sinvergüenzas y las mujeres unas alocadas, por decir lo menos. También están los muchachos que manifiestan que sus padres han puesto el grito en el cielo al enterarse de su vocación por el teatro.
El asunto es que cuando yo les solicito que me sustenten ese prejuicio, no lo hacen con argumentos sólidos sino que en su gran mayoría se van por las ramas. Claro hay también los recalcitrantes que me dicen: ¡No pues, por que no, mi hijo actor de teatro, jamás! Y punto final.
Como actor me mato de la risa, y pienso que felizmente mucha gente está en contra de esos prejuicios y a eso apunta este artículo.
Hagamos un poquito de historia.
En la Antigua Grecia los actores gozaban de una especial consideración social. Solían recibir sus honorarios del Estado y gozaban de privilegios, como por ejemplo, no hacer el servicio militar y una inmunidad absoluta que, en tiempos de guerra, les permitía transitar con toda libertad por territorio enemigo.
En Roma el actor pierde dignidad y no está considerado como un ciudadano de primer orden, muy al contrario, el oficio de actor tenía connotaciones infamantes y estaba prohibido a los ciudadanos romanos, bajo la pena de perder todos sus derechos civiles. Eran actores sólo los esclavos y algunos libertos. La mujer tuvo difícil acceso al teatro romano y sólo hizo su aparición en el momento del Bajo Imperio.
Durante la Edad Media, los actores fueron peor considerados que en Roma. El comediante era objeto de anatemas y se le consideraba instrumento del demonio. No olvidemos que actores e Iglesia han sido enemigos irreconciliables desde los tiempos del Imperio Romano, en los que la jerarquía cristiana emergente endureció la mala imagen que tenía el esparcimiento teatral, sobre todo cuando se aborda la temática sexual y moral:
“Un cristiano debe alejarse de los espectáculos, porque son contrarios a la verdadera piedad y al culto sincero que debemos a Dios, son parte de la idolatría y de las pompas del demonio, no hay allí placer sin pasión; la pasión arrastra la emulación, la cólera, el furor y todas estas secuelas que no convienen a nuestra disciplina, la impudicia del teatro, donde se realizan en público todas las infamias que es normal ocultar cuidadosamente. Resulta absurdo, pues, buscar afanosamente en los espectáculos lo que en la vida corriente produciría vergüenza u horror. El Teatro representa sólo acciones criminales, de furor en la Tragedia, de libertinaje en la Comedia. La ley de Dios ha lanzado su maldición contra las mascaras y, sobre todo, contra los hombres que se visten de mujeres. Una mujer que va al Teatro, vuelve de él poseída por el demonio.”
La iglesia conciente del peligro que constituían las compañías de actores, organizó representaciones teatrales que llevaban a cabo sus propios miembros que, mas tarde, fueron substituidos por actores aficionados afiliados a las cofradías religiosas.
Así las cosas, a los actores se les negaron el derecho de ser enterrados, al morir, en cementerios católicos, todos iban a parar, sin ningún ceremonial, a la fosa anónima a menos que al momento de su agonía se arrepintieran de su profesión, cual si fueran los peores delincuentes o asesinos.
Con la conquista, llega a América la cultura hispana, el teatro, los actores y sus problemas. Es así que el trato que se da a los actores y actrices sigue el mismo patrón que en Europa: gente de baja estofa, difícil de confiar en ellos, no merecedores a consideraciones sociales y mucho menos religiosas.
No se puede tapar el sol con un dedo ni mucho menos negar que ha habido ovejas negras en el rebaño teatral, pero la gran mayoría era gente que llevaba su profesión con dignidad y decoro. Claro, no podía ser de otro modo, pues como en cualquier otra profesión, las faltas a la ética se sancionaban de forma muy dura.
El maestro Ernesto Ráez, nos cuenta que: Las Ordenanzas para el régimen exterior e interior del Real Coliseo de Comedias de Lima, decretados el 22-12-1786 por el Virrey Teodoro de Croix, previenen y sancionan las faltas frecuentes de los actores en los ensayos y en las representaciones.
El Art. 29 disponía: “A los cómicos que al tiempo del Ensayo General se vea no saben su papel de modo que baste para representarlo sin náusea o incomodidad del público, se les encerrará, después de dos reiteradas faltas, en el Quarto del Cepo que existe dentro del Coliseo hasta la representación próxima, para que lo estudien".
En “Tauromaquia”, tradición de Ricardo Palma, se cuenta que por orden del regente de la Real Audiencia, doctor Manuel Antonio de Arredondo, fue sancionada una actriz piurana de 20 años, actriz del Coliseo de Lima, no se sabe por qué:
“Póngase presa en el cuarto de reclusión del teatro de comedias a Luisa Velarde, “La Yuca”, la cual sólo saldrá para desempeñar sus papeles en escena, y entréguese la llave de dicho cuarto a los asentistas para que la confíen únicamente al portero encargado de suministrarle la comida que la lleven de su casa”.
Vemos pues, que la situación del actor en el Perú virreynal, fue sumamente humillante, aunada a esto una implacable censura de los textos y hasta de los gestos y ademanes con los cuales interpretaba su personaje.
Este estado de cosas se mantuvo hasta los inicios de la vida republicana cuando don Félix Devoti, Censor y Director del Teatro de Lima, precisó “cuánto convendría al progreso de este establecimiento declarar libres de toda nota a los individuos que ejercitasen el arte cómico”, siendo ésta la primera expresión favorable al ejercicio de la actuación.
Esta opinión motivó que el 31 de Diciembre de 1821 el Protector del Perú, Don José de San Martín expidiese el siguiente decreto:
"Las preocupaciones deben ceder a la justicia y a las luces del siglo. Todo individuo que se proporciona su subsistencia en cualquier arte que contribuya a la prosperidad y lustre del país en el que se halla, es digno de la consideración pública. Un teatro fijo como el de esta capital sistemado conforme a las reglas de una sana policía y en el que las piezas que se recitan bajo la dirección de la autoridad pública, no exceden los límites de la honestidad y del decoro, es un establecimiento moral y político de la mayor utilidad. Por tanto he acordado y declaro:
1º El arte escénico no irroga infamia al que lo profesa;
2º Los que ejerzan este arte en el Perú podrán optar a los empleos públicos y serán considerados en la sociedad según la regularidad de sus costumbres, y a proporción de los talentos que posean;
3º Los cómicos que por sus vicios degradaran la profesión, serán separados de ella.
Insértese en la Gaceta Oficial".
Era el espaldarazo que necesitaban nuestros actores para borrar de sí la mácula oprobiosa con la que habían venido trabajando durante siglos, pero no todo iba a ser color de rosa, la revaloración de la profesión del actor tardaría en llegar por lo menos hasta mediados del siglo XX, y aún así, todavía tenemos algunos que se han quedado muy atrás en el tiempo.