Recibo día a día desesperados llamados de auxilio de mis jóvenes discípulos que ingresan al caótico mundo de la dirección teatral, debido a las tensiones propias de un montaje que parte desde la concepción misma del espectáculo, incluyendo, escoger o escribir la obra a presentar, hasta el momento de la apertura del telón.
Muchos de ustedes se desesperan por la dificultad de conseguir textos aceptables que no sean los clásicos –y tan vistos como una puesta de sol- de Moliere, Sófocles, Shakespeare, etc. y dudan en preparar sus propios libretos.
Sé que es difícil pero no imposible y si –después de leer mis indicaciones sobre dramaturgia que les he dado- no son capaces de escribir ni siquiera un miserable sketch de cinco minutos, entonces tendrán que recurrir a los ya escritos y proceder a la adaptación respectiva –que también ya saben como se hace- aunque les parezca que están descifrando jeroglíficos maya.
Pero sé que el estrés no viene sólo de ahí, viene también de todo lo relacionado con la puesta en escena, porque vuestra juventud no les ha dado aun el caparazón necesario para hacer que les rebote cuanta estupidez humana les rodea y puedan trabajar tranquilos.
Y la tensión y el estrés parten desde escoger a los “actores” con los cuales tendrán que lidiar.
Con el elenco, es conocido el problema, primero te dicen que sí, a sabiendas del horario y luego te dicen que no ¡por el horario!, es la disculpa más común, lo que pasa es que no les cuaja la disciplina, lo que revela que mucha vocación teatral no hay. Eso les va a dar la pauta también de cómo ir seleccionando a la gente y al final quedarse con cinco o seis fieles seguidores, porque los demás sólo vinieron al grupo “a sacar un plancito”.
Y con esa tensión y estrés vivirán por el resto de sus días, como yo lo hago.
Amarán esa tensión, esa adrenalina que surge de ver como cuatro engreídos no son capaces de aprenderse un texto y si se lo saben de memoria, no la achuntan a la hora de decirlo y te lo lanzan de paporreta, poniéndote el hígado de chalina y haciéndote gritar como un histérico porque no son capaces de entender lo que tú quieres que hagan (y bien) porque se creen los grandes actores y se dan el lujo de plantarte a medio ensayo, y te dicen tirano e hijo de tu madre mientras te botan el libreto al suelo y tú juras que nunca más los vas a llamar porque se equivocaron de carrera y que mejor vendan turrón arequipeño en los microbuses.
Amarán esa tensión, esa adrenalina que surge cuando un tarado que puede manejar una consola de 24 switches, no es capaz de colocar un tacho en al ángulo adecuado para que la luz le enfoque la cara al personaje principal y no el poto de la primera actriz que está volteada a tercer plano izquierda, y tú tienes que coger una escalera de cuarenta peldaños y treparte a la parrilla, como el hombre araña, para mover el reflector de marras.
Amarán esa tensión, esa adrenalina que surge, cuando el vestuarista se “luce” con modelos atrevidos, pero totalmente ajenos a la época en que se desarrolla la obra y hace de los siglos un arroz con mango tal que a los personajes del siglo XIX los viste con trapos del siglo XVII y en raso para abaratar costos, y en lugar de botines, les encaja unos comunes zapatos “Bata” con suela y taco de jebe tipo tractor, porque “hay que darle comodidad al actor para que haga bien su papel”.
Amarán esa tensión, esa adrenalina que surge, cuando el encargado del sonido te dice que ha escogido la música para dar “carácter” a la escena, pero está tan desubicado que en la escena más dramática te enchufa una de Wisin y Yandel pero “para no hacer roche” sólo la música. Es que como hay que estar acorde con los tiempos…
Amarán esa tensión, esa adrenalina que te mantiene vivo durante seis o siete semanas de ensayos para que al final la gente aplauda a los actores y diga: ¡Qué bien actuó fulanito! o ¡Menganita estuvo justa y adecuada al personaje!
¿Y el director?
Se la llevó de a huevo sentándose durante seis o siete semanas viendo como ensayaban sus actores que son quienes verdaderamente dan la cara y hacen de la obra un éxito, mientras él cabecea con el libreto entre las manos, porque el asistente de dirección es el que se la chupa toda, ignorando que fue el director quien planificó el montaje, ideó las marcaciones de movimientos, armonizó los tonos de voz y las intenciones, especificó que tipo de luz y sonido debía llevar la obra, y cómo se vestirían los personajes, nada más.
Pero a las finales terminarán casándose con el teatro y mandando al cuerno a quien les diga que son unos tontos por llevar esa pasión.
Por que en verdad son unos tontos.
¿Si los demás trabajan sólo ocho horas y semana inglesa de cinco días, porqué el director trabaja veinte horas los siete días de la semana?
Porque tiene que ver TODO lo que se necesita para que los demás se olviden de sus problemas mientras se rompe el lomo para que ellos se diviertan.
Y se acostumbrarán y les gustará esa vida, y se sentirán pésimo cuando no tengan funciones que hacer o cuando no encuentren la obra que les satisfaga.
Pero ¡que caray! que lindo es el teatro.
Pero ¡que caray! que lindo es el teatro.