Hoy quiero referirme a la obra de Peter Weiss “Marat-Sade montada por el grupo “Histrión Teatro de Arte” bajo la dirección de Sergio Arrau, maestro chileno afincado en Lima cuyo estreno se dio en Junio de 1968 en el teatro Manuel A. Segura de Lima.
Lo que en un principio se presentaba como un montaje más del grupo Histrión, al finalizar terminaría convirtiéndose en una apoteosis teatral sin precedentes en la escena peruana.
Histrión ya tenía la fama –merecida por cierto- de presentar espectáculos impecables desde todo punto de vista, tanto en lo propiamente actoral, como en lo escenotécnico (vestuario, iluminación, etc.) y esto debido a la calidad de sus integrantes. Salían a escena los hermanos Velásquez, Mario, Carlos y José, Ernesto Ráez, César Urueta, Delfina Paredes, Miryam Reátegui, Carlos Gassols y muchos otros más, que sería largo enumerar; se daba por sentado entonces que ésta iba a ser una función del tipo a las que nos tenían acostumbrados.
Lo que el público ignoraba era que la obra de Weiss se presentaba de por si complicada y difícil de encarar, ya que planteaba más de un reto para la compañía y su director.
Al hecho de ambientarse en un manicomio, se sumaban los largos parlamentos de sus personajes y la casi inmovilidad de Marat confinado dentro de su bañera.
La obra se desarrolló en forma “normal” tal y como la había marcado el director, esto es con la participación del público como espectador… hasta la escena final.
De pronto un grupo de “pacientes” escapa del manicomio y salta a la platea directamente sobre los desprevenidos espectadores.
Fue el acabose. Gritos, sustos, empujones y esa incertidumbre de no saber si aquel ser sucio y harapiento que forcejeaba por arrancar una cartera o el otro que le acariciaba la cara o le gritaba incoherencias o el de mas allá que vociferaba, como poseído, por el patio de butacas; eran o no actores.
Luego de unos segundos interminables, los aplausos, los mismos que no cesaron en varios minutos haciendo palpitar aún más el corazón de los presentes, público y actores. Lentamente volvió la calma y los comentarios no se hicieron esperar mientras la sala quedaba vacía.
Al finalizar, y escondidos del poco público que quedaba en la sala, el elenco de la obra se recupera del stress que ha significado la puesta en escena.
El siquiatra asesor, va relajando tensiones, da consejos para las próximas funciones, ayuda a “recuperar la cordura”, luego de un trabajo de inmersión en el personaje que los mantenía dentro del mismo aún estando fuera de escena esperando su próxima entrada.
Cada uno había asumido un cuadro psicopatológico específico llevado durante las casi dos horas que duraba la obra, algo que, para algunos, podía ser sumamente peligroso al derivar en la permanencia dentro del personaje, perdiendo el control del mismo: en otras palabras “hacerse los locos” los podrían volver definitivamente locos.
Pero no, ese “hacerse los locos” no era un trabajo improvisado, al contrario, el montaje y su trabajo previo se había planteado como nunca antes se había hecho en el teatro peruano. Durante más de dos meses, actores y director, revisaron muchas historias clínicas de pacientes del hospital psiquiátrico Víctor Larco Herrera entre los que había paranoicos, esquizofrénicos, catatónicos, depresivos, etc., y se dedicaron a observar su comportamiento, reacciones e interrelaciones.
Sin embargo, la simple observación de su comportamiento no bastaba para hacerse una idea mas completa del cuadro patológico de cada uno, había que estudiar las motivaciones del mismo, saber el porqué cada situación vivida por ese individuo había derivado en un problema mental específico.
Pero había un inconveniente y bastante complicado: la observación pura de manifestaciones externas no era suficiente, y el análisis de las motivaciones internas si bien ayudaba no brindaba una visión panorámica permanente, había que ir más allá a fin de presentar en escena un personaje bastante creíble que no fuera una imitación simplemente. Había que convivir con ellos el mayor tiempo posible.
Y así se hizo, actores y actrices comprometidos con esos papeles, asistieron durante esos dos meses puntual y religiosamente, en forma diaria, a vivir la “realidad” del mundo “irreal” de los pacientes del hospital.
Lo que se logró ha marcado un hito en el teatro peruano; un montaje calificado de excelente en su momento, con un nivel de actuación jamás superado ni en las posteriores puestas en escena de la obra de Weiss ni en otros montajes en los cuales los actores no han llegado a ese nivel de “vivencia” logrado en el Marat-Sade de Histrión.
Mucho se ha escrito acerca de esta obra, y siempre se llegará a un consenso unánime: fue el mejor montaje teatral que se ha visto jamás en Lima.