“Había una vez… un niño de siete años que cursaba el primer grado de primaria, su maestro, un hombre muy culto y con una afición grande por lo artístico en general, tuvo la idea de preparar –para el aniversario del colegio- una dramatización que giraba en torno a un titiritero que iba de pueblo en pueblo ofreciendo su arte. Al llegar a uno de estos lugares, el hombre se topa con una serie de inconvenientes para dar la función. Cuando los supera, abre su cajón y saca uno por uno a sus muñecos y procede.
El titiritero era uno de los chicos más grandes de la clase y los muñecos, los más pequeños, la caja tenía un corte por detrás y permitía que, al pegarla al telón del foro, se abriera y los “muñecos” gatearan y salieran por la parte de arriba, dando la ilusión de que estaban todos dentro (parece que el profesor tenía inclinación por la prestidigitación).
Pero había un inconveniente, la falsa pared de la caja había que asegurarla por dentro para que al ser llevada a través de la platea, no se abriera de forma súbita y se descubriera el engaño al mostrarse vacía.
Al maestro no le quedó otra que meter a uno de los niños dentro de la caja, desde el principio de la función, mantenerlo encogido y a oscuras como quince minutos sujetando la pared de la caja y luego zangolotearlo durante su traslado desde el ingreso hasta el escenario. Este niño es el de nuestra historia.
Todo se desarrollaba con cronométrica precisión, hasta que se llegó al parlamento de aviso:
-¡¿Cómo qué no hay función?!
Los chicos cargaron la caja, cruzaron la platea, subieron (como pudieron) los cinco escalones hasta el proscenio y la depositaron a foro como lo habían ensayado.
Luego de declamar su parlamento, el titiritero abrió la caja y sacó al “muñeco”.
El impacto visual fue aterrador, después de estar quince minutos a oscuras encogido en la caja, nuestro pequeño títere sintió en el rostro la luminosidad cegadora de los reflectores del auditorio, a duras penas se puso en pie, pero no contó con que el público iba a estallar en carcajadas al ver al “títere” con pantalón cortito, camisa de color chillón, grandes “chapas” en la cara y un sombrerito. No pudo contenerse y rompió a llorar, tras él iban apareciendo uno a uno el resto de los muñecos y a una orden del marionetista cantaron su canción, todos menos él, el llanto se lo impedía.
Terminó la actuación y el niño se juró a sí mismo nunca más participar en obra teatral alguna.
Y lo cumplió.
Durante el resto de los siguientes nueve años que estudió en el colegio, jamás intervino en ninguna actuación; ni en secundaria –que ya estaba mayorcito y había pasado la etapa susceptible de la niñez- hubo poder humano que lo hiciera subir a un escenario".
Muchas veces me he preguntado que tan grande es la huella que queda en el subconsciente de los niños cuando los obligamos a una situación desagradable como la del “títere” de nuestro cuento.
Hasta que punto los maestros –sean del nivel que sean- pueden satisfacer su ego como directores teatrales sometiendo a los pequeños (y a veces no tan pequeños) al tormento de la exhibición pública, enfundados en un traje de conejito o florcita, en contra de su voluntad sin medir las consecuencias.
Los niños carecen de lo que se llama “sentido del ridículo”, es decir, estar muy pendientes y preocupados por no hacer algo inconveniente en presencia de los demás. Los niños simplemente actúan bajo sus propios criterios e impulsos.
Si se les da por cantar en un bus, lo hacen, si quieren ponerse una chompa con la abertura para la espalda, se la pondrán, porque va de acuerdo a su “lógica” en ese momento, a lo que están jugando o a lo que están imaginando.
El temor al ridículo le impide a veces realizar sus actividades cotidianas, le frena, le limita en su desarrollo, rechazando o negando nuevas oportunidades por temor a no quedar “bien parado”.
Volviendo a nuestro niño, él sufrió lo que ahora se le llamaría un shock emocional producto del ridículo que hizo en escena al salir disfrazado de muñequito, con la consecuencia de quedarse paralizado, inmóvil. Tan asustado estaba, que no intentó hacer nada al respecto, sólo ponerse a llorar.
Con los años, ese sentimiento de desamparo, esa agresión por parte del público con sus carcajadas, siguió latente y cortó –durante el tiempo que duraron sus estudios- con la posibilidad de realizar una actividad tan importante para su desarrollo como agradable y enriquecedora: actuar en una obra de teatro.
"Pero el niño creció, y se desarrolló emocional e intelectualmente y comprendió que hay etapas que deben superarse y que si en primer grado de primaria aceptó salir a escena era porque en el fondo le gustaba el teatro.
Y se decidió a hacer teatro “de verdad”. Y lo hizo, y con los años enseñó a otros a hacerlo, y a superar esa mala experiencia en un escenario".
Hoy pasados cincuenta y cinco años de ese momento tan desagradable frente al público, ese niño -que ya creció- te cuenta su historia, entre tachos y bastidores.