Hoy presento a ustedes queridos lectores uno titulado:
"El espectador: el que está a la expectativa"
Y ahora está el espectador. ¿Qué
está haciendo allí? ¿Por qué desde hace dos mil quinientos años sigue
concurriendo, en mayor o en menor medida, a los espacios teatrales? Porque nada,
ni siquiera formas actuales del espectáculo técnicamente más perfectas, como el
cine, puede sustituir la presencia viva del actor, que le brinda ese hecho
irrepetible que sólo él y sus acompañantes de ese día pueden recibir.
Asiste a un rito de vida: cuerpos
vivos representan en la ficción hechos vivos para otros cuerpos vivos. Y entre
todos realizan una celebración de la vida. Se trata de una fiesta del exceso
vital, un banquete de gestos de vida sobreabundante y pletórica. Al menos así
debería ser; y esa, creo, es la expectativa, lo que hace de ese observador un
espectador.
Como ocurre con el valor mismo de
la vida, patente en el fuerte instinto de conservación que a ella nos une, esta
celebración es necesaria para la especie, porque se sabe mortal. Independientemente
del grado de madurez con que pensemos en ella, es cierto y debe ser aceptado
que la muerte es necesaria para que la vida, en su renovación permanente, pueda
ser.
En el teatro-celebración de la
vida queda implícita la muerte como negativo de aquel positivo, inseparable;
otra fase de un mismo fenómeno de renovación permanente. Pero esta fase común a
toda especie viva vegetal o animal adquiere en el hombre caracteres trágicos.
Porque el hombre es, al parecer,
el único animal que puede representarse su propia muerte. El hombre deja de ser
simio y se asume como hombre cuando comienza a enterrar a sus muertos o realiza
cualquier otra forma de rito funerario. Mientras la manada abandona a sus
muertos, como si esos cadáveres nada tuviesen que ver con los otros integrantes
del conjunto, no hay humanidad.
El rito funerario expresa,
precisamente, que no soy yo quien murió pero pude haberlo sido; y sé que es mi
inexorable destino. Se trata de un hito cultural tan reciente (no más antiguo
de unos veinte mil años), que expresa claramente qué joven es el hombre en la
historia de la materia y de la vida, que se mide por miles de millones de años.
El hombre es pues la criatura
iluminada por la certeza de la muerte, aferrada a una vida que sabe que
terminará. Y no puede evitar interrogarse, sin respuesta posible, sobre el
sentido de ese juego inexplicable. Porque tampoco le es fácil aceptar que el
prodigio evolutivo que él significa, nada signifique. Y menos cuando toda la
evolución se habría realizado por adaptaciones (mutaciones) destinadas a
cumplir una función. Por eso no parece en principio aceptable que esas
sutilísimas y muy complejas mutaciones que crearon un animal con conciencia de
sí mismo e imaginación para concebir la eternidad y el infinito, no haya
ocurrido para cumplir alguna función, salvo el cierre de una descomunal y
macabra broma.
El interrogante no tiene
respuesta. Es la actitud vital quien responde de dos maneras posibles:
a) se trata, efectivamente, de
una broma macabra;
b) se trata de un misterio impenetrable,
como la existencia y evolución del universo mismo del cual formo parte.
Creo que el teatro existe a
partir de la respuesta b). Aunque durante su historia ha vivido, como el hombre
mismo, en una constante tensión con respecto a su significado, que lo empuja a
menudo a responder según a). Depende de qué partido se tome en cuanto a las respuestas
al interrogante vida-muerte, el teatro que se haga; y, por lo tanto, las
relaciones entre los hombres que lo hacen y el espectador que lo recibe.
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