EL ESPECTADOR: EL QUE ESTA A LA EXPECTATIVA.

Llegó a mis manos el libro "Veinte temas de reflexión sobre el teatro" del actor y dramaturgo argentino Juan Cárlos Gené (Edición CELCIT) que me pareció formidable compartir con ustedes -si no en su totalidad- algunos temas sumamente interesantes.
Hoy presento a ustedes queridos lectores uno titulado: 


"El espectador: el que está a la expectativa"

Y ahora está el espectador. ¿Qué está haciendo allí? ¿Por qué desde hace dos mil quinientos años sigue concurriendo, en mayor o en menor medida, a los espacios teatrales? Porque nada, ni siquiera formas actuales del espectáculo técnicamente más perfectas, como el cine, puede sustituir la presencia viva del actor, que le brinda ese hecho irrepetible que sólo él y sus acompañantes de ese día pueden recibir.

Asiste a un rito de vida: cuerpos vivos representan en la ficción hechos vivos para otros cuerpos vivos. Y entre todos realizan una celebración de la vida. Se trata de una fiesta del exceso vital, un banquete de gestos de vida sobreabundante y pletórica. Al menos así debería ser; y esa, creo, es la expectativa, lo que hace de ese observador un espectador.

Como ocurre con el valor mismo de la vida, patente en el fuerte instinto de conservación que a ella nos une, esta celebración es necesaria para la especie, porque se sabe mortal. Independientemente del grado de madurez con que pensemos en ella, es cierto y debe ser aceptado que la muerte es necesaria para que la vida, en su renovación permanente, pueda ser.

En el teatro-celebración de la vida queda implícita la muerte como negativo de aquel positivo, inseparable; otra fase de un mismo fenómeno de renovación permanente. Pero esta fase común a toda especie viva vegetal o animal adquiere en el hombre caracteres trágicos.

Porque el hombre es, al parecer, el único animal que puede representarse su propia muerte. El hombre deja de ser simio y se asume como hombre cuando comienza a enterrar a sus muertos o realiza cualquier otra forma de rito funerario. Mientras la manada abandona a sus muertos, como si esos cadáveres nada tuviesen que ver con los otros integrantes del conjunto, no hay humanidad.

El rito funerario expresa, precisamente, que no soy yo quien murió pero pude haberlo sido; y sé que es mi inexorable destino. Se trata de un hito cultural tan reciente (no más antiguo de unos veinte mil años), que expresa claramente qué joven es el hombre en la historia de la materia y de la vida, que se mide por miles de millones de años.

El hombre es pues la criatura iluminada por la certeza de la muerte, aferrada a una vida que sabe que terminará. Y no puede evitar interrogarse, sin respuesta posible, sobre el sentido de ese juego inexplicable. Porque tampoco le es fácil aceptar que el prodigio evolutivo que él significa, nada signifique. Y menos cuando toda la evolución se habría realizado por adaptaciones (mutaciones) destinadas a cumplir una función. Por eso no parece en principio aceptable que esas sutilísimas y muy complejas mutaciones que crearon un animal con conciencia de sí mismo e imaginación para concebir la eternidad y el infinito, no haya ocurrido para cumplir alguna función, salvo el cierre de una descomunal y macabra broma.

El interrogante no tiene respuesta. Es la actitud vital quien responde de dos maneras posibles:
a) se trata, efectivamente, de una broma macabra;
b) se trata de un misterio impenetrable, como la existencia y evolución del universo mismo del cual formo parte.

Creo que el teatro existe a partir de la respuesta b). Aunque durante su historia ha vivido, como el hombre mismo, en una constante tensión con respecto a su significado, que lo empuja a menudo a responder según a). Depende de qué partido se tome en cuanto a las respuestas al interrogante vida-muerte, el teatro que se haga; y, por lo tanto, las relaciones entre los hombres que lo hacen y el espectador que lo recibe.

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